Cuentos de Peregrino

Un lugar de encuentro con los sueños y las fantasías...

sábado, 10 de octubre de 2015

Olguita


Vivía, apaciblemente, en una antigua casona con sus padres y abuelos. Se molestó cuando aparecieron los nuevos vecinos. ¡Le habían ocupado el terreno que le permitía cortar camino cada vez que la mandaban a comprar!
El enojo duró poco, era un hecho irreversible como para hacer berrinches por ello, además tenían un hijo varón de su edad, apenas siete; que más allá de ser bonito era suficientemente amigable y simpático...
Pronto compartieron mañanas, juegos y almuerzos, hasta que sucedió lo que jamás debió haber pasado: Sin saber exactamente porque, bueno, sin querer reconocerlo; Olguita aceleró por demás el nuevo patrullero a fricción que le habían regalado a su amigo destruyendo por completo el mecanismo. La respuesta no se hizo esperar:
–¿Qué hiciste? ¡Sos una gorda! ¡Sos una gorda pecosa!
La frase le atravesó el alma y quedó finalmente tatuada, con formato de daga, en su inconsciente.
Poco después Olguita dejaba el barrio. Los padres habían comprado una hostería en un pueblito serrano al norte de Córdoba, irían en busca de nuevos horizontes. El distanciamiento no fue suficiente para borrar la sed de vengan­za. Solía despertarse, sobresaltada, elucubrando las formas más crueles con las que tomaría revancha.
Mientras tanto, los años fueron modelando la figura de esta bella hija de ucranianos. Las pecas se habían suavizado hasta ser pinceladas de color sobre sus mejillas. Ahora era delgada, lucía una larga cabellera rubia hasta la cintura y dos poderosos y casi hipnóticos ojos azules.
Años más tarde, el fracaso del emprendimiento familiar determinaría el regreso a la casa de sus abuelos. Volvía estrenando sus dieciséis años.
Luego de instalarse en su vieja habitación se dirigió de inmediato a salu­dar a su vecino. Tocó a la puerta y cuando asomó, recargando en la expresión toda la sensualidad que le era posible; le dijo:
–Soy Olguita... ¿no me conoces?
Impactado por la figura solo alcanzó a responder un tímido y balbuceante:
–Sí, claro... Olguita...43
Había dado el primer paso, ahora iría recreando las condiciones para cumplir con su cometido, sabía bien lo que quería; lo mejor estaba por venir. ¡Ya vería este quien era esta gorda pecosa...!
Paciente y puntillosamente fue tejiendo la telaraña que lo atraparía defi­nitivamente, una vez allí ejecutaría la venganza.
Iba a ser cruel, tan cruel como sonaba, aún, esa dolorosa frase en su mente. Iría directo a su ego, a pegar donde más duele, a generar un recuerdo imborrable...
Y así fue, en su casa, en ausencia de sus padres, en el lugar previamente calculado y delicadamente ambientado. Se sentó junto a él en el amplio sofá rozando todo su costado, le habló suavemente, aproximando sus labios, mien­tras lo impregnaba de encanto y ternura. Fue despacio y tranquila, segura de poder dominarse hasta lograr el momento en donde debería tomar revancha menospreciando su hombría con una frase que ya había pensado hacía mucho tiempo...
Todo iba según lo había calculado, hasta que él la abrazó, y acercándola a su rostro le susurró suavemente al oído:
–Mi gordita, mi dulce y pecosita gordi...

Una frase que, pronunciada de esta manera, lograría transformar maravi­llosa y mágicamente odio y rencor en éxtasis... un prolongado y gratificador éxtasis...

                                                                    Peregrino

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