Lo consumía saber que su destino era no tener destino, que
su existencia pendía de un hilo.
Inmóvil, transcurría las horas en su lugar de encierro
pendiente de ese rescate esporádico que lo conducía a la luz, a ese éxito que él
tanto disfrutaba. Allí sí era él, quien
bailaba e interactuaba con sus pares en forma magnífica. Ese que ya había
adquirido relevancia artística.
No podía imaginar el rencor y la envidia de no sentir las
sensaciones de frío o calor. No podía
reclamar, no tenía gremio que lo representara.
Solo le quedaba esperar resignado a que se hiciera la luz, esa que le
habría la puerta al exterior, la que le anunciaba la fiesta de compartir con
sus pares.
La falta de aíre no lograba asfixiarlo, él permanecía allí
a la espera, sabía que lo precisaban y que, con mayor o menor frecuencia, irían
en busca de su ayuda. Lograba mantener, incólume,
aquella sonrisa que le habían impuesto
como primer y único gesto permanente.
Jamás llegaría a comprender porque su sustancia podría ser
el reflejo de esa pisada que él nunca podría ser…
Por suerte cuando esos hilos se movían él cobraba vida y
mediante la voz de su conductor lograba el festejo de todos los concurrentes,
mayormente niños; aquellos que todavía sabían divertirse con una marioneta cuya
existencia continuaría pendiendo de un hilo…
Peregrino